
Todos los comienzos son mezquinos pero después se van adornando con historias heroicas, triunfos bélicos, traiciones, conquistas y leyendas. No es lo mismo recordar que Roma fue en sus inicios un poblacho sin importancia que el germen de una nación fundada por un héroe troyano que atravesó el Mediterráneo para cumplir su destino: emparentar con los indígenas y construir con ellos un gran imperio. La labor del mito sobre los orígenes fue paciente y continua hasta el punto de que convenció a todos de que eran ciertos y de que Eneas fue el padre de la nación romana.
El fervor troyano se apoderó posteriormente de los cronistas de la Edad Media porque tener tales ancestros creaba el lazo que entroncaba directamente con Roma, fuente de legitimidad política hasta el siglo XVI en el occidente europeo. Los genealogistas se esforzaron en demostrar que las casas reinantes del continente descendían de príncipes de Troya; si el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico se considera heredero directo de Roma, los genealogistas franceses llegan a asegurar que los galos descienden directamente de Príamo como los auténticos fundadores de Troya que luego regresaron al lugar de sus ancestros, en la Galia, de manera que se igualan a la propia Roma.
Petrarca, en plena Edad Media, se pregunta si “hay algo en la historia que no sea el elogio de Roma”. Roma funcionaba como una especie de presencia histórica permanente y era percibida como el punto de salida de mil canales que atravesaban Europa y conducían todos al origen. Todas las historias políticas nacionales y prenacionales -señala Foucault- tenían siempre como punto de partida un mito troyano y todas las naciones de Europa reivindicaban el hecho de haber nacido de la caída de Troya, lo que aseguraba el vínculo de parentesco con la Roma antigua.
Pero, tras el desbordamiento de las fronteras y la caída de Roma, se forma una nueva Europa que no puede olvidar a francos, godos y todos aquellos que van a construir las nuevas naciones. Y, naturalmente, es entonces cuando van apareciendo los relatos sobre los ‘bárbaros’, que ya no lo son tanto porque han pasado por el tamiz de la romanidad y de la religión. Se “blanquea” a aquellos que los griegos consideraban como opuestos a la civilización, que transgredían las leyes más fundamentales de la vida en común, que eran caóticos, violentos y no tenían sentido de la medida. Pero ya no son bárbaros quienes atravesaron las fronteras del Imperio romano y se hicieron los dueños de Europa. Los pueblos a los que los griegos denominaban escitas y que eran tribus de nómadas o seminómadas que ocupaban las estepas en torno al mar Negro y más al norte y al este, continuaron siendo el paradigma de la barbarie durante siglos hasta el punto de que la palabra ‘escita’ siguió designando todo aquello que era salvaje e incontrolable o, simplemente, el enemigo. Como señaló el papa Pío II, cuando ya Bizancio había caído, los turcos que forman esa nación “truculenta e infame” son “de raza escita y por tanto bárbara”.
El fervor gótico de la Reconquista
Los incipientes reinos del norte de España necesitaban mitos con los que legitimarse tras la caída del Reino visigodo en el año 711. La elaboración de la leyenda comienza tiempo después y nos presenta como necesario el golpe de estado contra el rey Witiza, cruel y de nefandas costumbres, por parte de don Rodrigo, también hijo de rey según las crónicas cristianas o jefe de la caballería goda en la versión árabe- que, a la larga, se convirtió en un monarca tan lujurioso como el anterior. La violación de la hija del conde don Julián desencadenó la traición del padre de la doncella, a la que se unió la de los hijos del depuesto Witiza en la batalla de Guadalete, en la que los ismaelitas se alzaron con la victoria. Toledo cayó en sus manos en noviembre; luego Mérida, León, Astorga, ….
El reino cristiano de Asturias, surgido a mediados del siglo VIII, tras la victoria de Pelayo y los astures sobre los moros en Covadonga, comenzó a atribuirse la condición de heredero del reino visigodo de Toledo un siglo después, bajo el reinado de Alfonso III. De esta época datan las crónicas que enaltecen la herencia visigótica de los reyes asturianos, cuya dinastía probablemente surgió de oscuros caudillos astures. Crónicas, a las que se añaden las de otros reinos de la península, que afirman que, tras la pérdida de España, a causa de la conspiración de musulmanes y judíos, los restos de los godos, refugiados en los montes de Galicia, Asturias y Navarra, iniciaron la Reconquista y la restauración del antiguo orden gótico por mandato divino. El problema es cómo hacer que Pelayo sea heredero de los visigodos, pero no de los malhadados Witiza y Rodrigo. Mientras la Crónica Silense lo considera “espatario del rey Rodrigo”, la Abeldense estima que era “hijo de Bermudo, nieto de Rodrigo, rey de Toledo” y que mientras deambulaba por los valles de Asturias, “fue designado por el divino oráculo para expulsar a los bárbaros, ayudado por algunos guerreros godos unidos a la comunidad de los asturianos”. Se reconoced, pueds, la misión divina de los godos, que hace tiempo dejaron de ser salvajes, condición que pasan a ostentar los musulmanes.
En su afán legitimador de los gobernantes godos de los que descienden sus contemporáneos, ya en el siglo XV el historiador castellano Alonso de Cartagena afirma que la casa real goda es anterior a Hércules y que, aunque los pecados de sus reyes atrajeron el castigo divino en forma de invasión sarracena, no por ello se interrumpió su estirpe porque el mismo día en que Rodrigo perdió su reino, Pelayo, por voluntad divina fue elegido para sustituirlo. Y su descendencia continuó en el presente rey de Castilla, cuya obligación era unir bajo la corona del Rex Hispaniae todas las gentes y tierras de la península, además del Magreb y sus tierras adyacentes.
Su contemporáneo Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de varias sedes castellanas, afirmaba que los primeros españoles eran vigorosos, viriles y sobrios y que los romanos los engatusaron con delicias afeminadas que trajeron a España, como el vino y los baños calientes, y acabaron por someterlos, pero los godos, siguiendo el mandato divino de liberar a quienes padecen injusticia y opresión vinieron a salvarlos por la fuerza de las armas. Y lucharon también contra otros opresores de la península: hunos, vándalos, suevos, alanos y silingos, y victoriosos, adquirieron el derecho de reinar en toda la península.
En cambio, los humanistas de la corte castellana de Isabel I, como Hernando del Pulgar, se decantan por la hipótesis indigenista y prestan muy poca atención al mito gótico. Los legítimos antepasados fueron los que Hércules había encontrado a su llegada a la península, los mismos que resistieron contra Roma y echaron a los moros y ahora se disponían a iniciar una gran empresa imperial. Fernández de Enciso le dirá a Carlos I que se equivocan quienes por halagarle le hacen descender de los reyes godos, toda vez que el emperador viene de reyes naturales de España, mucha mejor gente que la goda, puesto que ganaron con su esfuerzo lo que los godos perdieron.
Al mismo tiempo, los genealogistas nobiliarios se apropian de la historia gótica para convertirla en un mito estamental. Vienen a decir que la nobleza es toda de ascendencia goda y que el trabajo manual es incompatible con ella. Mientras, a lo largo del siglo XVI los godos pierden prestigio como mito político, se consolida su función mítica como garantes de la condición nobiliaria a través del tópico de la “ilustre sangre goda”, sinónimo de superioridad aristocrática. Al cundir la idea de que las genealogías que se hacían derivar de los godos eran fraudulentas, la expresión sangre goda pasó a ser sinónimo de envanecimiento infundado.
El sarmatismo polaco
También de carácter estamental es la invención del origen de los nobles polacos en las tribus nómadas de los sármatas, un pueblo que empezó a desplazar a los escitas en el siglo III aec. y que provenía de la meseta irania, armado con lanza y espada de doble filo y hoja ancha que utilizaban en las cargas a caballo, protegidos por cotas de malla y yelmos, una estética bastante similar a la de los caballeros medievales europeos.
En los siglos XVI y XVII la nobleza polaca (szlachta) difundió la idea de que eran los nobles -no la población polaca en general- los descendientes exclusivos de los sármatas, que constituían no sólo una casta superior en el seno de la sociedad polaca, sino una raza diferente a la de los burgueses o campesinos, descendientes de tribus de origen tracio o germánico que, según ellos, habían entrado en la Europa central y oriental como esclavos de los caballeros sármatas.
La szlachta dominaba la vieja confederación polaco-lituana y constituía un multitudinario grupo social, aproximadamente el diez por ciento de la población, y cuya cohesión se basaba en un sistema de clanes formados tanto por lealtades militares y por adopción como por línea hereditaria. Esta ‘ideología sármata’ tenía una clara función legitimadora, ya que los nobles acaparaban casi todas las riendas del estado: elegían al rey y eran miembros de la asamblea (sejm), en la que imponían la ley de la unanimidad en todo tipo de decisiones ante cualquier interferencia centralizadora, con lo que la szlachta, más que gobernar, impedía que los demás gobernasen.
Durante el siglo XVII se añadieron otros elementos a la ideología: la xenofobbia, el catolicismo fanático y el conservadurismo a ultranza, a pesar de que su mirada se dirigía más hacia Oriente, de donde llegaron los nobles bárbaros de la estepa póntica. Se restauró el término ‘Sarmacia’ para describir a todas las poblaciones eslavas y sus territorios y esto les sirvió para defender que Polonia tenía derechos históricos sobre los antiguos reinos sármatas de Rusia, de las tierras ucranianas de los cosacos, de Moldavia y de Besarabia.
El sarmatismo, señala Acheson, fue también un estilo, una forma de vida extravagante y ostentosa, unas veces inesperadamente magnánima y otras salvajemente violenta y vengativa, cuyos cimientos eran la vida rural de las mansiones señoriales de los bosques y un culto al saludable y beato ambiente del campo. La extravagancia también atañía al vestuario del noble polaco-sármata: se afeitaba el cráneo, se dejaba unos bigotes largos y caídos y llevaba un caftán que se ceñía con una faja a la altura del ombligo. Su espada era una cimitarra, de oro y joyas engastadas en el puño, lo que les asemejaba, sorprendentemente, con los turcos o los tártaros que tanto despreciaban.
A finales del siglo XVIII se hundió el sarmatismo, aplastado por su propia estupidez, pero al caer destruyó Polonia y la independencia por la que la nobleza había luchado durante siglos. Las grandes familias sármatas prefirieron ser súbditos de Rusia que aceptar una modernización que consideraban extranjera y jacobina y en 1792 pidieron a Catalina II que interviniera contra los reformistas polacos.
Lecturas
-Neal Ascherson, ‘El Mar Negro: del siglo de Pericles a la actualidad’, Tusquets, 2016
-Jon Juaristi, ‘El bosque originario: genealogías míticas de los pueblos de Europa’, Taurus, 2000
Ascherson trata en su libro de las identidades y del uso de los espejos para engrandecer o distorsionar la identidad, y la aparición de múltiples pueblos alrededor del mar Negro; Juaristi señala en el prefacio su interés por los vínculos del nacionalismo con los mitos ancestrales de autoctonía y de emigración de griegos, romanos, caldeos, escitas, celtas y arios.
Con las aportaciones de ambos autores está construido este artículo y otro anterior que se refiere a las genealogías troyanas en la Antigüedad. Los relatos que he escogido son una pequeña parte de lo que aparece en ambos libros, por lo que recomiendo sinceramente su lectura a quienes estén interesados en los elementos míticos del origen de las naciones y de legitimación de sus gobernantes que, aunque en la actualidad parecen estar superados, reaparecen a poco que se rasque la superficie de muchos nacionalismos de hoy.